Chapoteo en los charcos sin intentar razonar los sentimientos. Sé justo en qué paso se desgantan del todo mis suelas. Intento no recordar las palabras exactas que tiran mi sonrisa al suelo y la pisotean. No quiero olvidar las innumerables veces que he tropezado, ni el ritmo al que bailaban mis pies sobre sus pies. Me sé el camino de vuelta de memoria, y sin memoria, sigo andando sin haber aprendido aún a medir por donde piso. Sé cuánto cansa encordonar las zapatillas cada día, hastiada de los noes de sus punteras. Me identifico con el vacío que se siente al verlas llenas de barro con recuerdos entre sus grietas secas, y también con la tristeza que se respira en sus rozaduras. Amo los momentos de descanso, las paradas. Pies descalzos, amnésicos y estáticos, liberadores de la crueldad y el daño que guarda el horizonte.
Consciente de haber dejado a personas maravillosas por el camino. Segura de las huellas que he marcado y de quienes me abrazan por el día en que se cruzaron nuestras sendas. Me he salido en muchas ocasiones del camino trazado por las ansias de descubrir lo inexplorado. Me he perdido algunas veces, y también otras, he andado sin que ninguna huella me marcara el destino por delante de mis pasos. He llegado a saltarme tramos enteros, que me atrapan en una sonrisa triste ante pasajes que otras bocas caminantes narran, y que yo no he vivido. Orgullosa de no haberme detenido nunca ante un obstáculo y de haber aprendido a sacarle fuerzas al cansancio de repetidas caídas. Agradecida a cuantos me acompañan cuando necesito la seguridad que proporcionan sus pasos. Aún me miro las suelas de vez en cuando, temerosa de su aguante. No miro atrás ni mi vista se pierde hacia nuevos soles, cada paso es un presente reafirmándome a mi misma.
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