Sólo hay tablaturas para ciertos instrumentos, como sólo las hay para ciertas personas. Son relativamente fáciles de leer. Aún estamos aprendiendo, y facilitan el proceso. Aunque nos cansan las cosas simples, que nos invitan a las posiciones y colocaciones predefinidas para interpretar una pieza. Aún así nos gusta entretenernos, hasta llegar a victimizarnos, excusándonos en que no nos marcan las alturas ni las duraciones de los tonos. Las usamos como introducción a nuestros delirios paisajísticos, meros refugios de pasajes de temática innovadora. Sencillo y finito génesis musical.
Interiorizamos aprendizajes de manera autodidacta, memorizamos la maraña de rarezas, esperando cerca de la salida, descubierta hace tiempo, del laberinto en que elegimos adentrarnos libremente.
Escapamos, o creemos escapar, para perdenos. Buscando lo distinto, creyendo en un concepto de alquimia extrapolable a cualquier cosa. Sin caer en la cuenta de que las tablaturas sólo nos sirven para el instrumento para el que fueron concebidas. Porque nos gusta pensar que aún se puede crear o inventar algo nuevo tanto como nos agrada soñar que el aceite pueda diluirse en agua.
Por eso suele haber tres o más notas diferentes que suenan simultáneamente o en arpegio, como algunas noches, como algunos días enteros.
En determinados contextos, un acorde también puede ser percibido como tal aunque no suenen todas sus notas, deduciendo el epicentro de nuestros huracanes. En torbellinos de movimiento que se tragan las monotonías y exhalan el poco arte que aún guardamos en cuadernos de pentagramas dentro de baúles polvorientos. Son como la vida, con sus teorías difuminadas en ondas de pasos de espectros. Cachos de una historia a la que le cuesta quedarse sostenida, que deambula hasta chocarse con las paredes, que en trauma es silencio o un maltrecho affaire, que cuando es desafiante siempre avanza hasta resguardarse en otra.
También hay instantes de ratos de díadas, que en simultaneidad conjugan un estado perfecto. Las últimas que escuché decían que nacemos, vivimos y morimos en una progresión de acordes.
En determinados contextos, un acorde también puede ser percibido como tal aunque no suenen todas sus notas, deduciendo el epicentro de nuestros huracanes. En torbellinos de movimiento que se tragan las monotonías y exhalan el poco arte que aún guardamos en cuadernos de pentagramas dentro de baúles polvorientos. Son como la vida, con sus teorías difuminadas en ondas de pasos de espectros. Cachos de una historia a la que le cuesta quedarse sostenida, que deambula hasta chocarse con las paredes, que en trauma es silencio o un maltrecho affaire, que cuando es desafiante siempre avanza hasta resguardarse en otra.
También hay instantes de ratos de díadas, que en simultaneidad conjugan un estado perfecto. Las últimas que escuché decían que nacemos, vivimos y morimos en una progresión de acordes.
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